Medellín es un lugar de historia y cultura. Cada espacio, cada
percepción, cada mirada, construye una ciudad que se reinventa a diario: una
ciudad que siempre tiene algo para contar.
Las calles guardan recuerdos especiales y únicos: fechas,
acontecimientos y personajes que a lo largo de los años han ido tejiendo las
memorias de una ciudad mágica y atrayente. Prueba de lo anterior es el lugar al
que está dedicado este escrito: un parque que no tiene que inventarse “cuentos”
para sorprender y quedarse en el alma: un parque que alberga cantidad de
sensaciones…
Un parque que más que un parque, es una EXPERIENCIA.
“Villanueva”, “Nueva Población”, “Barrio Junín” o Parque Bolívar como se
conoce en nuestros días, es un espacio público que permite la interacción de
todo tipo de personalidades y por ende, el surgimiento de múltiples impresiones
frente a lo que se ve, se escucha y, por qué no, frente a lo que se toca.
De manera que, la Plaza Bolívar puede convertirse en objeto de estudio de
diferentes conceptos estéticos que, bien sea por prejuicios o por simple
desconocimiento, no han sido aplicados a este lugar.
En un primer momento, y ante los ojos de muchos ciudadanos –y extranjeros-,
el Parque no tiene ningún valor estético. El tipo de población que acude a él y
los conflictos sociales que lo azotan, arrasan con cualquier atisbo de belleza
que pueda presentarse. Sin embargo, en palabras de Katya Mandoki, “lo bello no
es una cualidad de los objetos sino un efecto de la relación que el sujeto
establece con el objeto desde un contexto social de valoración o interpretación
particular” (Mandoki, 1997). De lo anterior se deduce que calificar como bello
o no al Parque, depende de cada perceptor y de las características sociales y
culturales desde las cuales emite este juicio. Es así como el fetiche de lo
bello queda descalificado en la apreciación del Parque.
Son muchas las percepciones estéticas que se tienen sobre el
Parque Bolíar. Aquí, el punto de vista de uno de los artesanos
que trabaja en el mercado San Alejo
“Aislado de lo social, el arte no es arte, es nada… Los modos de vida
transforman el arte y viceversa” (Mandoki, 1997). Las manifestaciones
artísticas no representan solamente un objeto de entretenimiento para la
población; el Parque como espacio destinado a la expresión libre de pensamiento
y precepciones sobre el mundo, permite establecer una relación arte-vida y
descubrir la interdependencia de estos dos aspectos. El contexto social,
cultural y físico influyen enormemente en la forma que tienen los individuos de
manifestarse artísticamente; un ejemplo que sirve de soporte para esta
afirmación, es la diversidad que se aprecia en el Mercado San Alejo, y los
modos de vida –de los que habla Katya Mandoki- que se ven reflejados en
artesanías y muestras musicales.
La nacionalidad juega un papel igualmente importante en la producción
del arte, pues las costumbres arraigadas a cada país, los acontecimientos
históricos y las consecuencias sociales de los mismos, modifican las
expresiones artísticas y la forma en que son apreciadas en un contexto
determinado. De esta manera, en un lugar como el Parque Bolívar, y más
específicamente en un evento como el San Alejo, existen múltiples formas de
interpretar la realidad a través del trabajo manual y las composiciones
musicales; y se hace aun más evidente que sería imposible hablar de arte y vida
como aspectos que viven separados dentro de los seres humanos; por el
contrario, los cambios que surjan en uno afectarán la forma de ver el otro.
Pero entonces… ¿qué sería el arte sin todo aquello que puede provocar al
espectador? Y no solo el arte: ¿Qué significado tendría la Plaza Bolívar sin la
cantidad de emociones que despierta constantemente en sus visitantes?
Es aquí entonces donde la sensibilidad comienza a ejercerse; y las
sensaciones a padecerse. Bien sean positivas o negativas, las reacciones a
nivel fisiológico y emocional que puede llegar a producir el Parque son
innegables, sobre todo para quienes consideran este lugar una parte importante
de su historia de vida. Pueden originarse en cosas tan simples y aparentemente
fútiles como el encuentro con un mendigo o las conversaciones airadas de un
grupo de señores que discuten en torno a una noticia, un suceso acontecido
décadas atrás o cualquier otro tema que sirva de excusa para pasar el tiempo en
la Plaza. Asimismo, un olor puede producir fácilmente un significativo recuerdo
o una desagradable punzada en el vientre. En ese orden de ideas, los sentidos
constituyen la aparición de las sensaciones; la historia y la cultura dan pie a
las relaciones sensibles. Y todas las anteriores confluyen en las diferentes
experiencias que un visitante tiene con respecto al inicialmente llamado Barrio
Junín.
El sonido de las aves o los acordes de una guitara; la imponencia de la
Catedral Metropolitana o la estatua ecuestre del Libertador, son solo posibles
ejemplo dentro de las incontables razones para que la apreciación del Parque se
convierta en un verdadero acontecimiento.
No obstante –y con base en lo mencionado inicialmente-, para gran parte
de la población sería prácticamente una locura afirmar que el Parque posee
elementos estéticos; esto debido a la situación de violencia y abandono en la
que se encuentra.
Pues bien, esta gran parte de la población sufre lo que se denomina “El Síndrome
de Candide”, esa exclusiva disposición a lo bello y lo bueno, que descuida todo
aquello que pueda ser calificado como desagradable. Dicha exclusividad es
simplemente absurda, dado que lo grotesco, lo burdo, lo fétido, están tan
inmersos en la cotidianidad como lo hermoso, lo sofisticado y lo placentero. Es
más, ¿quién dice que el olor nauseabundo que en ocasiones tiene el Parque, o
las expresiones soeces de un mendigo al no recibir dinero de los visitantes, no
pueden producir mayor cantidad de sensaciones y experiencias estéticas que
cualquier olor refinado u obra teatral culta?
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